LOS MEMORABLES OLVIDADOS DE BUÑUEL II


Por Ángel Mendoza Cruz


Primero de siete hijos, Luis Buñuel Portolés nace en España de la mano del siglo XX: 1900. Su padre quiere que sea ingeniero agrónomo; inicia los estudios, pero rechaza las matemáticas. A los 17 años ingresa a la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde conoce a Federico García Lorca, Salvador Dalí, Rafael Alberti, etc.

Se despide de los números y opta por filosofía y letras; se gradúa en la Universidad de Madrid. En su juventud lo mueve la poesía y el boxeo. Tras ver Las tres luces (1921) de Fritz Lang, quiere ser cineasta. Viaja a Francia para conocer la técnica cinematográfica y colabora como asistente de Jean Epstein.

A pesar de que su madre desprecia al cine por considerarlo vulgar, ella misma financia su primera película, ideada junto con Dalí en 1929: El perro andaluz, carta de presentación para al grupo de los surrealistas.  

Siguen La edad de oro (1930) y Las Hurdes (1933). Esta última tiene en común con Los olvidados la irritación que despierta por exhibir la miseria; incluso es prohibida en España. En ese documental se ve a los pobladores afectados por el paludismo, a los niños beber agua junto a los marranos, a los padres desempleados. A seres en pie gracias a que piensan siempre en la muerte.

Las Hurdes Los olvidados repelen la idealización de la pobreza. Mas entre una y otra producción hay un silencio creativo del artista; son los años de su paso fugaz por Hollywood y por el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Ese distanciamiento de la temática personal corresponde también al arribo a México, donde morirá en 1983. Es un exilio voluntario tras la derrota republicana y la instauración de la dictadura de Francisco Franco. En el cine mexicano, su trabajo tiene que empezar con Libertad Lamarque y Jorge Negrete. 

Aquí realiza 20 de las 32 películas de su filmografía. Años que van de Gran casino (1947) Simón del desierto (1965)Trabaja con pocos recursos, por tanto los rodajes son cortos. En unas cintas goza de más libertad que en otras.

Con Los olvidados su genio vuelve a flote. Con ésta, su tercera película en México y la sexta de su carrera, Buñuel halla las ciudades perdidas, coloca lo marginal en el centro, convierte en protagonistas a los no invitados al banquete.

Pobreza que 55 años después de proyectada en las salas de cine aún es un escenario real del país. Vigente desigualdad mundial entre la riqueza de unos cuantos y la carencia de millones. Al inicio de la película, Ernesto Alonso narra cómo Nueva York, París, Londres esconden, tras su resplandor moderno, la segregación y el olvido. La ciudad de México no es la excepción a esta regla. Pero ¿cuándo puede soportar una sociedad así?    

Para no concluir con el sabor a cadáver y seguramente por presiones del productor, filma un final alternativo, encontrado por casualidad en 1996: se trata de un desenlace feliz que aleja el olor a muerto y a basura. Por fortuna, el director no lo usa.  

En 1954, valora su película en las páginas de Cahiers du cinéma: “Para mí, Los olvidados es, efectivamente, un film de lucha social. Porque me creo simplemente honesto conmigo mismo, yo tenía que hacer una obra de tipo social.”

La sensibilidad social surrealista de Buñuel se niega a la condescendencia. Desea provocar al espectador, quien choca abruptamente con una realidad como el huevo que arroja Pedro (Alfonso Mejía) contra la cámara.  

En un ocasión le platica a Carlos Fuentes: “Si se le permitiera, el cine sería el ojo de la libertad. Por el momento, podemos dormir tranquilos. La mirada libre del cine está bien dosificada por el conformismo del público y por los interese comerciales de los productores. El día que el ojo del cine realmente vea y nos permita ver, el mundo estallará en llamas.”

“Me mirabas”, se lee en el carrito del ápodo asaltado por la palomilla de niños y adolescentes. Las imágenes de Los olvidados toman por asalto la conciencia y los sentimientos del público y hacen de ésa una proyección perpetua: me miraste, me miras, me mirarás.   

Cerca del cine Teresa, El Jaibo (Roberto Cobo) camina a lo largo de San Juan de Letrán, rumbo a Niño Perdido. Hoy esa ruta es el Eje Central Lázaro Cárdenas, atiborrada de ambulantes, también niños-adolescentes sin escolaridad y sin espacio para un trabajo formal.

Los niños no son actores profesionales; sin embargo, todos animan con credibilidad a sus inolvidables personajes: Meche (Alma Delia Fuentes) con su baño de leche sobre sus muslos y dispuesta a encajar las tijeras al ciego; Ojitos (Mario Ramírez) con su diente de muerto colgado al cuello y listo para desafiar al Jaibo. El Cacarizo (Efraín Arauz) dispuesto a ceder a su hermana.

Son capaces de sostener la historia, de mover hacia la ternura y estremecer con sus palabras y sus acciones. La ausencia de amor y la cercanía de la muerte son sus impulsos constantes. Un resultado en la pantalla que sólo repetirá años más tarde el colombiano Víctor Gaviria con La vendedora de rosas.  

Un muerto une indisolublemente a Pedro y al Jaibo. En la literatura, un nexo similar lo imagina Mario Vargas Llosa entre El Jaguar y El Poeta dentro de La ciudad y los perros. En esa novela,  los personajes igualmente deben endurecerse para sobrevivir no en la calle, pero sí en un ambiente escolar hostil.  

El grito de Pedro es contenido, pero igual de desesperado: “Yo quisiera portarme bien, pero no sé cómo”. La agonía del Jaibo la acompañan tres voces: la suya propia, la de Pedro y la de la ausente madre del primero. Cierra los ojos, duerme para ser devorado por los gusanos; descansa para soñar con la muerte.    

En Los olvidados el encuentro sexual es sutil (se ve a un par de perritos bailar); el silencio deja entrar a la imaginación (con un salón de belleza de fondo, el pederasta aborda a Pedro); el humor es negro (el ciego don Carmelo –Miguel Inclán–: “Te llaman Ojitos, qué apodo tan sin chiste te pusieron”). 

Buñuel tiene que renunciar, por peticiones del productor, a varias ideas de tipo plenamente surrealista: en la secuencia del sueño de Pedro, le hubiera gustado ver llover dentro del cuarto; también descarta un sombrero de copa cuando la madre del chico prepara la comida; igualmente, en la secuencia del ataque contra el ciego, se despide de contemplar una orquesta sobre el edificio en construcción. 

Al director le fascina la música; de niño estudia violín; de viejo sufre la pérdida del oído. Quizá por eso la destrucción de los instrumentos de don Carmelo, el hombre–orquesta, queda como un reflejo de la virulencia de sus agresores. Es como ver a los burgueses de El ángel exterminador (1962) denigrarse y despedazar un violoncello para hacer fogata. De la ópera retoma un detalle para el final: el cadáver de Pedro, mentido en un costal, procede de Tosca.  

Los olvidados está en las filmotecas del mundo y forma parte del patrimonio catalogado por la UNESCO. Reacio a los premios y al prestigio, Buñuel igualmente aborrece la publicidad; no cree en la política; detesta la estadística y la información.  

Ejerce la puntualidad; duda del progreso fundado en la ciencia y la tecnología; rechaza las explicaciones racionalistas y académicas acerca de su cine; le aterra la sobrepoblación; le agradan los revólveres y practica el tiro al blanco; lo cautiva el comportamiento de los insectos.

En su madurez se asume como ateo, pero le preocupa el misterio de dios y lo refleja en su obra. Adora al Marqués de Sade. Está convencido de que es necesario combatir los males contemporáneos: el nazismo, el fascismo y el Papa.   

Aprecia las bromas y le agrada disfrazarse; gusta de beber y fumar en compañía de sus amigos; inventa una bebida: buñueloni; del cine sabe hacer un medio para dar cuenta del tiempo en el que le toca respirar.  Luis Buñuel nos recuerda a Los olvidados, pues para él, “una vida sin memoria no vale la pena”.
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 Para leer la primera parte de este artículo: Los memorables Olvidados de Buñuel I

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